
La historia de Carolina
En mi juventud ahorré todo lo que pude para comprar mi primer carro, no tenía historial crediticio así que ningún banco me prestaba. Lo que podía comprar tenía que ser de contado. Busqué cientos de opciones en los clasificados hasta que llegó a mi “Carolina”. Así llamé a mi primer carrito, un Chevrolet Sprint verde moscón, con 10 años de uso.
Lo llamé así porque como no le servía la bocina, el anterior dueño le conectó la alarma como pito. Sonaba como la línea de buses de “La Carolina” que en esa época atormentaban las calles haciendo sonar su “wiyu!wiyu!!”
Fue amor a primera vista, su latonería recién encerada brillaba junto a las llantas embadurnadas de silicona.
Por dentro olía a nuevo, por un momento me ilusioné imaginando que el carro todavía se sentía recién salido del concesionario, pero rápidamente noté que tenía tapetes de caucho recién comprados.
No lo pensé dos veces, le entregué al vendedor un sobre de manila con un manojo de billetes sudados, metafóricamente de tanto trabajo que me costaron y realmente de traerlos entre mis manos apretadas y nerviosas mientras iba en el bus hasta el punto de encuentro.
Como toda relación al principio le perdoné todos los defectos, incluso, me causaban gracia.
Pero cuando el olor a nuevo del tapete se esfumó con el olor a aceite quemado, las llantas se opacaron con el primer aguacero, ese mismo que mojó mi cabeza con las goteras que caían del techo y empapó mis piés inundando el suelo. Comencé a preocuparme por mi “Carolina”.
Cuando tuve que empujarla para que iniciara la marcha, mi mejor amigo me sugirió que ya era hora de que la llevara a revisar.
Resignado la llevé al mecánico. Apenas le conté lo que le pasaba, este desconocido para Carolina hizo lo que nunca me atreví a hacerle. Impúdicamente mientras yo solo podía mirar indignado, le levantó el tapete negro como un adolescente que le levanta la falda a una quinceañera.
Y vaya sorpresa la que guardaba Carolina en su intimidad. Lo que yo pensaba que aún podía tener vestigios de concesionario no era más que un latón viejo, lleno de óxido que además de un tétano, podría haberme causado caer literalmente de nalgas al suelo en el camino.
El especialista me miró y con con una sonrisa sórdida decretó: “Te jodieron, a este carro lo que le hicieron fue un ¡Juá Juá!”
Lo mismo pasa en el marketing, si una marca intenta hacer una venta solo basado en una estrategia publicitaria reluciente, pero no se preocupa por tener un buen producto. Más temprano que tarde el comprador descubrirá la realidad y no solo dejará de comprar, sino que se convertirá en un “hater” provocando un voz a voz destructivo que no habrá “¡Juá Juá!” que lo salve.