“Uruguay, más que nadie, menos que ninguno”

En un viaje relámpago que hicimos mi esposa y yo al Rio de la Plata a finales del año pasado con motivo de ir a recibir un premio de publicidad en Buenos Aires, el destino decidió que coincidiéramos con la final del mundial de fútbol en la que Argentina salió campeona.

Para ser más precisos, el día que Messi levantó la copa, estábamos visitando a nuestra familia uruguaya. Después de ver la final por televisión y junto a mi primo alegrarnos con algo de envidia por nuestros hermanos argentinos, decidimos salir a pasear para aprovechar la tarde de verano.

Mientras recorríamos la rambla (malecón del río) vimos montones de autos que se dirigían al este haciendo sonar sus bocinas y ondeando banderas argentinas. Como no teníamos un destino definido decidimos colarnos en fiesta ajena y seguimos la caravana. Al ritmo de la canción “muchachos”, himno de la albiceleste por elección popular, llegamos hasta el barrio Carrasco. Uno de los más pudientes de Montevideo en donde viven la mayoría de “porteños” (Bonaerenses) que cruzaron el río de la plata para hacer negocios exitosos en tierra uruguaya.

Estacionamos el auto en una esquina y caminamos entre ellos dejándonos contagiar de la alegría que estaban viviendo. El festejo incluía botellas de licor importado, autos “tuneados”, mascotas disfrazadas, chicos saltando sobre los autos y chicas rubias en shorts y camisetas argentinas recogidas con un nudo en el ombligo develando un bronceado perfecto para portada de revista de verano.

Cuando ya tanta alegría ajena se nos volvía empalagosa, decidimos entrar a una cafetería y cortarla con un expresso doble.

Mientras mi esposa hacía la fila en la caja para pagar, me asomé a la vidriera para seguir viendo banderas y una que otra “ombliguera”. Pero lo que me llamó la atención no era la pasarela que desfilaba por la calle, sino un niño de unos 12 años que desde dentro del local, con la frente apoyada en el vidrio miraba con tristeza hacia afuera.

Tratando de sacarle conversación le pregunté si estaba bien, quería saber qué le sucedía. Y con la voz entrecortada me respondió que le daba rabia ser uruguayo, hubiese querido ser argentino. Y es que el fútbol para los uruguayos es mucho más que un deporte de competencia, es la vida misma. Me cuentan hay niños que al nacer, son primero inscritos como socios de un club de fútbol antes que registrarlos legalmente en un juzgado. Por supuesto, ante una presentación olvidable de la celeste en el reciente mundial y frente al éxito de los vecinos argentinos. Es apenas lógico que se le escape un pensamiento apátrida a un inocente niño que solo conoce de la gloriosa celeste por cuentos de sus abuelos.

Yo, tratando de darle ánimo y de hacerlo recapacitar sólo atiné a decirle una frase que me enseñó mi papá y he convertido en filosofía de vida uruguaya: “Uruguay no es más que nadie, ni es menos que ninguno”. El chico me miró sin entender muy bien y se retiró rápidamente cuando se percató que estaba hablando con un extraño.

Hoy Uruguay con la Selección de Fútbol sub-20 reivindicó tantos años de preparación, de esfuerzos de todo un pueblo que sueña fútbol y nos dio a los uruguayos de esta generación la oportunidad de gritar “somos campeones del mundo”.

Lamentablemente ya no estoy por el paisito, desde lejos miro las noticias, veo los festejos. Y no dejo de pensar en ese niño que espero hoy ya no esté detrás del vidrio, sino gritando en la calle “¡soy celeste, celeste soy yo!” y se sienta orgulloso de ser uruguayo.

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