Los francotiradores de Trump

La mañana del sábado 13 de julio, Trump se levantó de la cama con más incertidumbres que certezas. Las noticias sobre un debilitado Joe Biden y un posible reemplazo por Michelle o Kamala en lugar de ser una ventaja para los Republicanos, acaparaban los titulares de tabloides y portales digitales, centrando la atención en los Demócratas.

Trump, un hombre siempre sediento de protagonismo, debió sentirse afectado por no estar en el centro de la opinión. Para empeorar las cosas, su agenda del día no era prometedora: reuniones rutinarias y, por la tarde, un mitin en una ciudad intermedia de Pensilvania que poco o nada debió motivarlo. Testigos dicen que llegó al recinto cabizbajo.

Después de saludar al público y mostrar su sonrisa entrenada, tomó el micrófono y comenzó su discurso. Solo llevaba unos minutos cuando se escucharon las detonaciones. Trump se quedó en silencio por medio segundo, se agarró la orejaderecha y se tiró al suelo. Inmediatamente fuerodeado por un escudo humano del servicio secreto, el recinto quedó en un inquietante silencio.

Lo que sucedió después marcó un antes y un después en la historia de las campañas políticas modernas en Estados Unidos. Decenas de francotiradores comenzaron a disparar, y no me refiero al solitario y perturbado Thomas Crooks, de quien aún no hay información sobre sus motivos, ni a los del servicio secreto vaciando sus cargadores en el cuerpo del atacante. Me refiero a los fotógrafos que persiguen un Pulitzer con cada disparo de sus cámaras.

Los micrófonos captaron a un Trump desorientado, preocupado por su zapato: “¡Déjenme coger mi zapato!”, exclamó. Luego, cuando su equipo de seguridad obligaba su salida, al ver que solo fue rasguñado por el proyectil y con la cara cubierta de sangre, su mente sagaz entendió la oportunidad histórica que se le presentaba. Rápidamente le dijo a su equipo: “¡Esperen, esperen!” y se levantó con su cabellera rubia intacta, entre el tumulto, con los labios apretados, su cara ensangrentada, alzó el puño derecho al cielo y gritó: “¡Luchen! ¡Luchen! ¡Luchen!”.

La multitud comenzó a vitorearlo, y los fotógrafos al pie de la tarima dispararon la imagen que se convertirá en la estampa política más difundida, recordada y venerada por la sociedad republicana moderna.

Con esa fotografía, dificilmente habrá campaña de Biden, Obama o Kamala que la supere. Trump será olvidado como evasor de impuestos, filtrador de información, corrupto y adúltero, para ser postulado como héroe de la patria.

El sentido patriótico republicano, guerrero, belicista y balístico americano se ha alzado y consolidado. Trump fue disparado a la presidencia.

Una señal de alerta para el río

Quienes acostumbran a leerme sabrán que tengo una obsesión con los temas ambientales y tecnológicos. Al igual que muchos, sufro cuando voy a la playa o al río y veo basura flotando. Me indigno cuando las empresas no cumplen con sus compromisos de responsabilidad social y ambiental. Y me da un tic nervioso cuando veo a alguien soltando un empaque plástico al viento.

Desde hace un par de años, me he unido a personas con mi mismo tic nervioso-ambiental. Hemos tenido encuentros creativos para visibilizar una problemática que parece invisible para muchos gobernantes, empresarios y la sociedad civil.

Una de estas maravillosas personas es una vieja amiga a la cual admiro por su profunda devoción al Río Magdalena y a su amado Puerto Colombia. Me refiero a Hortensia Sánchez, una compañera de esas con la que, después de hablar de temas profundos, sientes que te vuelves mejor persona.

Con ella me senté hace un par de años, y mientras hablábamos sobre la poca preocupación que muestra la sociedad sobre la problemática de las basuras en el río, se nos ocurrió utilizar la tecnología para tener pruebas fehacientes de un postulado: la basura que se lanza al río en el interior del país llega hasta las playas de Puerto Colombia.

Este tema quedó como una iniciativa a la que le estamos buscando una «acabativa» que necesita de apoyo gubernamental y empresarial. Mientras tanto, me propuse ejecutar una prueba piloto.

En una reciente travesía por el río, cuando estábamos cruzando bajo el puente de Calamar, con la convicción de estar ejecutando una prueba técnica que busca un bien común, saqué de mi bolsillo un dispositivo de localización GPS que utilizo para encontrar las llaves de mi carro. Lo metí en una botella plástica, la cual cerré herméticamente y, luego de pedirle perdón al mismísimo Mohán, la lancé a las aguas del río.

Este dispositivo casero solo es rastreable cuando un teléfono celular equipado con la misma tecnología (Airtag de Apple) se encuentra cerca. Me sentí iluso por pretender que el dispositivo flotando por las aguas se topara con algún pescador, poblador o navegante que portara un teléfono con la misma tecnología.

Sabía que era difícil que durante los kilómetros de río el dispositivo enviara una señal. Pero confiaba que al llegar a Barranquilla, alguien en el malecón rebotara la señal.

Y así fue. El pasado domingo el dispositivo reportó ubicación frente al “Caimán del Río” y más tarde en Bocas de Cenizas, cerca de la vía del nuevo tren turístico.

Solo me queda esperar que llegue a la playa de Puerto Colombia, lo cual calculo será en los próximos días. Confío en que algún turista reporte el destino final de la basura náufraga con propósito, logrando comprobar la prueba piloto de nuestro proyecto.

Los #VickyLeaks y el rigor periodístico.

Las universidades cuando forman a los profesionales tienen una materia transversal que se llama “Ética”. En periodismo esa materia trasmuta a otra que se llama “Ética Periodística” que no es otra cosa que anteponer los principios morales antes de publicar una información. Aunque cada academia tiene su material educativo, no existe un método único o universal ya que el ejercicio de escribir un texto o tomar una imagen es necesariamente un proceso creativo y al ser creado por una persona sintiente y pensante, pierde objetividad y se contamina de apreciaciones e interpretaciones completamente subjetivas.

He aquí el gran dilema del periodismo, los que escriben las noticias son seres humanos que tienen miedos, pasiones, inseguridades y sobretodo, una naturaleza imperiosa de ser famosos. En mi opinión, un periodista no debería firmar una noticia. Y con esto no pretendo desacreditar el arduo trabajo de los colegas, sino dignificar la profesión. Una noticia publicada debe ser producto del ejercicio de un equipo de trabajo. En la medida que diferentes ópticas aporten a la construcción del mensaje, estaremos acercándonos a una versión más objetiva. El tener “más likes” o “comments” no puede ser una excusa para saltarse la reglas éticas. Una de las cuales reza que ninguna noticia debería ser publicada si no se tienen 3 fuentes acreditadas que concuerden.

Por otro lado como lectores, si decidimos creer, deberíamos hacerlo al medio que lo publica, porque en la medida en que ese medio sea estructurado, tendremos al menos algo de confianza en que se cumplió un rigor periodístico antes de que la noticia sea difundida.

Ahora, si un periodista quiere ser famoso por lo que dice, debería trazar una raya bien notoria para el lector entre lo que es una noticia o una opinión personal. En la era del Twitter los periodistas se han visto volcados a desafiar el algoritmo buscando viralidad entre las audiencias y como dice la gran filósofa española de la ética moderna Adela Cortina: “Vivimos en una era en donde la ética, es cosmética”. No les importa que la noticia sea, sino que parezca.

En las redes sociales vemos a periodistas que se saltan el rigor, le dan credibilidad a cualquier idiota con iniciativa y amplifican el mensaje potenciado en los miles y millones de seguidores que convierten una mentira a medias en una verdad completa.

Vivimos en una generación de información tóxica en donde la responsabilidad de creer o no creer en lo que leemos o vemos debe ser nuestra. Tengamos nuestro propio rigor ético antes de comentar o compartir. Y esta es una lección que no solo los periodistas debemos aprender, también influencers, políticos y hasta presidentes.