Una señal de alerta para el río

Quienes acostumbran a leerme sabrán que tengo una obsesión con los temas ambientales y tecnológicos. Al igual que muchos, sufro cuando voy a la playa o al río y veo basura flotando. Me indigno cuando las empresas no cumplen con sus compromisos de responsabilidad social y ambiental. Y me da un tic nervioso cuando veo a alguien soltando un empaque plástico al viento.

Desde hace un par de años, me he unido a personas con mi mismo tic nervioso-ambiental. Hemos tenido encuentros creativos para visibilizar una problemática que parece invisible para muchos gobernantes, empresarios y la sociedad civil.

Una de estas maravillosas personas es una vieja amiga a la cual admiro por su profunda devoción al Río Magdalena y a su amado Puerto Colombia. Me refiero a Hortensia Sánchez, una compañera de esas con la que, después de hablar de temas profundos, sientes que te vuelves mejor persona.

Con ella me senté hace un par de años, y mientras hablábamos sobre la poca preocupación que muestra la sociedad sobre la problemática de las basuras en el río, se nos ocurrió utilizar la tecnología para tener pruebas fehacientes de un postulado: la basura que se lanza al río en el interior del país llega hasta las playas de Puerto Colombia.

Este tema quedó como una iniciativa a la que le estamos buscando una «acabativa» que necesita de apoyo gubernamental y empresarial. Mientras tanto, me propuse ejecutar una prueba piloto.

En una reciente travesía por el río, cuando estábamos cruzando bajo el puente de Calamar, con la convicción de estar ejecutando una prueba técnica que busca un bien común, saqué de mi bolsillo un dispositivo de localización GPS que utilizo para encontrar las llaves de mi carro. Lo metí en una botella plástica, la cual cerré herméticamente y, luego de pedirle perdón al mismísimo Mohán, la lancé a las aguas del río.

Este dispositivo casero solo es rastreable cuando un teléfono celular equipado con la misma tecnología (Airtag de Apple) se encuentra cerca. Me sentí iluso por pretender que el dispositivo flotando por las aguas se topara con algún pescador, poblador o navegante que portara un teléfono con la misma tecnología.

Sabía que era difícil que durante los kilómetros de río el dispositivo enviara una señal. Pero confiaba que al llegar a Barranquilla, alguien en el malecón rebotara la señal.

Y así fue. El pasado domingo el dispositivo reportó ubicación frente al “Caimán del Río” y más tarde en Bocas de Cenizas, cerca de la vía del nuevo tren turístico.

Solo me queda esperar que llegue a la playa de Puerto Colombia, lo cual calculo será en los próximos días. Confío en que algún turista reporte el destino final de la basura náufraga con propósito, logrando comprobar la prueba piloto de nuestro proyecto.

“AMAr” al Río

Hace unas semanas, la vida y el Río Magdalena me unieron con un ser de otro mundo, como sus aguas se unen en el delta cuando llegan al mar.

Por cuestiones de negocios, en una oficina de la Vía 40 con vista al río, conocí a una persona nativa de la lejana isla Rapa Nui, también conocida como Isla de Pascua. Esta isla, con apenas 7 mil habitantes, preserva un tesoro cultural de la humanidad y mantiene una conexión ancestral con los mares y ríos del planeta.

Más allá de su procedencia exótica, lo que me impresionó fue su conexión genuina y fantástica con el Río Magdalena, sus pueblos, su historia y su cultura. Sentí vergüenza al ver cómo este extranjero apreciaba nuestro río y su potencial, mientras muchos colombianos lo tenemos abandonado.

Conversar con él me recordó a Wade Davis, autor del libro “Magdalena River”. Este investigador y escritor canadiense, apasionado por los ríos del mundo, se enamoró del Magdalena. Davis se aventuró durante años por sus aguas, desde el Páramo de las Papas hasta Bocas de Cenizas, narrando la historia de Colombia con el río como protagonista.

Hace unas semanas, mi nuevo amigo me invitó a una de sus travesías. Para él, una jornada normal; para mí, una aventura extraordinaria. Pude ver con mis propios ojos la grandeza de nuestra naturaleza: los pueblos con sus iglesias mirando al río, los pescadores en sus faenas, las aves volando en batido, y las babillas cazando mariposas. Pero también vi la erosión de sus costas, la contaminación con manchas aceitosas, y basura flotando en un viaje de desgracia.

Con el atardecer llegamos a Mompox. Mientras atracábamos en el muelle, el cielo naranja y el sol dorado pintaban las cúpulas de sus iglesias. Sentí un aire de esperanza. Gracias a este ser de otro mundo y a los innumerables extranjeros que descubren la Colombia profunda, pronto AMAremos tanto a nuestro río que seremos más conscientes y lo aprovecharemos como lo hicieron nuestros ancestros.

Para lograrlo, necesitamos actuar. Eduquemos a nuestras comunidades sobre la importancia del río, promovamos el turismo responsable y exijamos políticas para su conservación. Solo así, nuestro querido Magdalena recuperará su lugar como fuente de vida y cultura para Colombia.

Amor reciclado

La historia de Paco y Paca.

Se conocieron en la góndola del supermercado. Fue muy temprano en la mañana cuando el surtidor los dispuso frente a frente según su precio y categoría. 

Aunque ella vestía de verde limón y él de rojo tomate, compartían el mismo tamaño, la misma tabla nutricional y hasta los sellos negros de advertencia.

Durante toda la mañana solo se miraron deseando estar juntos. 

La suerte les llegó por la tarde, cuando un par de jóvenes regordetes los arrebataron de la góndola, los llevaron hasta la caja registradora y luego de timbrar sus códigos de barra, fueron a parar a la misma bolsa. 

Paco quedó encima de Paca reposando sobre un pan de almohadilla. Con el vaivén del transporte sus empaques crujieron de felicidad, mientras rozaban sus marcas una con la otra.

Cuando volvieron a ver la luz estaban en un parque sobre un mantel de cuadros. Disfrutaron de la brisa y vieron pasar el sol entre las ramas de los árboles que bailaban con el viento. 

A la hora de la merienda llegó el momento para ellos, fueron tomados entre manos y con un apretujón explotaron dejando salir todo lo que llevaban dentro. La frescura que conservaban fue entregada bocado a bocado. 

Después del éxtasis de colorantes y conservantes liberados, la primera etapa de sus vidas útiles había concluido. Solo les faltaba llegar a una caneca para que fundieran sus almas en una planta de reciclaje y así transformarse, juntos, en algo nuevo que les siguiese dando sentido a sus vidas. 

Pero no fue así. Luego de ser manoseados los lanzaron al suelo. Con el corazón arrugado cayeron sintiendo el vacío de sus vidas. La brisa que antes disfrutaron ahora era una pesadilla. Paco fue absorbido por un torbellino de hojas secas y luego de interminables vueltas quedó tirado en la calle junto a un poste. Paca fue pateada, pisoteada y arrastrada por almas insensibles que corrían por el camino.

Un niño que acababa de leer en el colegio un libro de Celso Román, haciendo consciencia del cuidado del medio ambiente, tomó a Paca con su traje verde limón por una punta con el cuidado de no ensuciarse y la llevó hasta la caneca azul junto al poste.

A pocos metros Paco, de rojo tomate, sucio y rasgado, alcanzó a verla entrar en el bote de basura y se alegró. Al menos ella tendría una segunda oportunidad en el relleno sanitario. 

No se sabe nada de Paco hoy en día, podría estar deambulando al frente de una casa, en alguna esquina junto a otros desechables, o peor, ahogado en el río navegando hasta un mar de basuras.

Esta historia no tiene final feliz, ni siquiera debiera contarse, sino reciclarse.